viernes, 3 de mayo de 2013

En Soledad
(Confesión II)

"Bah, no sé quién te habrá contratado para que escribas esto ni qué interés puede tener nadie en mis palabras. Pero si esa es tu forma de ganarte la vida... en fin. Quizás suene a cuento, o parezca una batallita de esas que cuentan los abuelos a sus nietos, pero es así, tal como lo cuento, y empezó hace ya demasiado tiempo. Dime, joven, ¿alguna vez te has preguntado por qué se llama 'Reino de Soledad' si Soledad nunca tuvo rey? Bah, por supuesto que no, a los jóvenes de hoy sólo os enseñan a hacer dinero como sea y pisoteando a quien sea. La historia, el arte y las humanidades aquí no sirven de nada, ¿verdad? Pues Soledad nunca ha tenido rey, pero sí tuvo una vez un palacio real. No era gran cosa en comparación los las ostentosas mansiones palaciegas de otros reinos, pero para Soledad era suficiente. Se encontraba en la isla primigenia, el primero de todos estos pedazos de tierra en elevarse a las alturas. Como ya sabrás, todo el Reino de Soledad está formado por multitud de pequeñas islas elevadas cientos de metros sobre el suelo. No hay nada que fije a cada isla en su posición, hace ya mucho que se intentaron tender puentes entre las islas, pero éstas se mueven apenas unos centímetros cada año. Suficiente para derribar cualquier estructura que intentes construir. Por eso se dice que Soledad hace frontera con todas las demás emociones y sentimientos. Si te asomas al borde desde las murallas de Silencio, allí abajo verás el Estado de Serenidad.

Pues bien, como iba diciendo, en la primera de esas islas en despegarse del suelo había un palacio. ¡Para mí lo era, desde luego! Estaba en plena naturaleza, rodeado de bosque en todas direcciones. No era un edificio muy alto, ni muy amplio. ¡Qué demonios, ni siquiera estaba ricamente ornamentado! Pero sus terrazas -y tenía muchas, pues su forma recordaba vagamente a la de los antiguos zigurats- simulaban la misma naturaleza que tenían alrededor. Plantas trepadoras y pequeños árboles frutales por doquier casi camuflaban el edificio entre la espesura del exterior. Lo único que delataba al palacio era una inmensa torre en la parte posterior, tan fina y elevada que ni toda la vegetación de la isla podría hacerla pasar por un árbol. Al fin y al cabo, para eso había sido construida, para poder ver por encima de los árboles y contemplar las puestas de sol. Aún recuerdo cuando el suelo empezó a temblar bajo mis pies y aquel palmo de tierra se separó del resto. En aquella época no creía en los milagros, pero de haber creído en ellos, sin duda me habría parecido milagroso que aquella torre no se colapsase entre aquellos temblores. Aquello no fue como ahora, hoy en día cada isla sólo se mueve unos centímetros al año, y si algún trozo de tierra se desplaza un par de metros decimos que es una valiente o una temeraria. Aquello fue realmente rápido, y antes de que pudiera recomponerme del susto, la distancia con el suelo ya era demasiado grande como para saltarla. Sea como fuere, ni siquiera podría haber llegado al borde y saltar a tiempo No es que yo creara Soledad, ni mucho menos. Simplemente, Soledad nació a mi alrededor, y me llevó con ella. En cualquier caso, allí tenía todo cuanto necesitaba. El terreno era lo bastante amplio, había fauna y flora más que de sobra como para sobrevivir y mantener el equilibrio natural. Y respecto a ser el único habitante - al menos humano- de aquel paraje... bueno, hacía ya mucho que había renegado de la compañía de otras personas.

Al principio me sentí libre. No era mucho más libre que antes de aquel extraño suceso, pues al fin y al cabo hacía la misma vida. Lo único que había cambiado era que sabía que nadie podría venir a molestarme. De modo que a aquel pedazo de tierra, a aquella isla primigenia, la llamé Soledad. Y como nunca me han gustado las coronas, me auto proclamé príncipe en lugar de rey. Aparte de la pesca y la caza por necesidad, y de jugar con algunos animalillos cuya confianza me había ido ganando con el tiempo, pasaba mucho tiempo en lo alto de aquella torre. Aunque resultara algo trivial, me fascinaba la idea de ver la puesta del sol dos veces al día. Una cuando se ponía sobre las tierras que ahora dominaba, y otra cuando me asomaba al borde de mi isla y veía el sol esconderse definitivamente, hasta el día siguiente. No tiene importancia, lo sé, pero era algo que me hacía ilusión. Nunca me sentía excesivamente solo... estaba bien. Tampoco se puede decir que estuviera totalmente solo. Por aquel entonces ya existían los portales de telaraña. Hoy en día es raro ver a alguien que no lleve uno de esos pequeños portales portátiles en el bolsillo, pero aquellos eran mucho más grandes y más útiles. Aunque, por supuesto, no se podían transportar, y los accesos a la telaraña eran mucho más difíciles e inestables. Había quienes incluso aseguraban que se podía viajar a través de ellos, pero era demasiado peligroso. Yo tenía uno de esos accesos a la telaraña, y a veces conocía a otras personas, con las que podía tener mayor o menor afinidad. Me gustaban los accesos que llevaban a parajes oscuros, o a personas que vivían la soledad tanto como yo. Pero nunca me involucraba... estaba demasiado cómodo en mi propia soledad como para arriesgarla por nada, ni por nadie.

Hasta que un día encontré, quizás por el destino, quizás por casualidad, un acceso diferente en la telaraña. Al otro lado, se extendía ante mí otro reino donde convergían en perfecta armonía arte, belleza, oscuridad y sentimiento. Desconocía si aquel extraño y hermoso reino se encontraba entre las nubes igual que el mío. Tampoco tenía modo de averiguarlo, pues la telaraña es un lugar traicionero y mi portal no era más que un acceso cambiante e inestable. A veces yo mismo lo cambiaba de lugar, o de configuración, no me gustaba la idea de que alguien se encaprichase con mi reino y se atreviese a viajar a través de la telaraña. Era mi espacio, y no quería a nadie demasiado cerca de él. Pero aquel lugar me llamaba, emanaba una energía difícil de describir y aún más difícil de comprender, y sin embargo, yo la comprendía... o tal vez era ella la que me comprendía a mí. Al frente de aquel reino oscuro y solitario se encontraba una joven igual de oscura y solitaria. Igual que yo, era de uno u otro modo princesa; igual que yo, pertenecía de uno u otro modo a la estirpe de los vampiros. ¿Su nombre? Aún no lo sabía, yo la conocí como Princesa Usagi...

...y así fue como el silencio, la soledad, y los ya mucho metros que me separaban del suelo, dejaron de ser una bendición. Ya no los quería, ya no me interesaban. Desde aquel momento, y cada vez más cuanto más la conocía, necesitaba algo más...

Necesitaba volar."