jueves, 29 de agosto de 2013

En Soledad II
(Magia)

" "Prisionero en mi propio cielo", solía pensar en soledad. A menudo me sorprendía a mí mismo pronunciando esas mismas palabras en voz baja, como si estuviera temeroso de que oídos indiscretos pudieran escuchar mi confesión. Pero no, no había nadie. No en mi isla, no en aquel paraje al que puse por nombre Soledad. Siempre había sido así, incluso mucho antes de separarse del resto de la tierra y empezar a flotar, mucho antes de tener ni siquiera un nombre, ni un dueño, ni un propósito. Después de todo, yo mismo lo había querido siempre así, y cuando vi mis aspiraciones alcanzadas, nada me podía hacer sentir mejor... hasta aquel día. Desconozco si fue su magia, o la de su peculiar reino de soledad, o tal vez fuese el destino, si es que realmente existe un significado más allá de tal palabra. Lo único que puedo afirmar con certeza, es que aquel extraño portal, aquel acceso a la telaraña, me absorbía cada vez más y más. Todo allí parecía tocado por un alma pura, tan frágil y a la vez tan protegido... ¿cómo puede algo tan delicado ser a la vez eterno? Como sólo un alma pura lo puede ser.

En aquellas primeras visitas, algunas al descubierto, muchas otras de manera furtiva, aún no conocía a mi particular anfitriona por su nombre, ni por su rostro, ni sus manos... no sabía nada sobre ella, y a la vez a través de su mundo podía ver más allá de lo que nunca podrán mostrar unos ojos. Y lo mejor, o tal vez lo peor, es que en realidad nada más necesitaba para hechizarme. Me gustaba lo que veía cada vez que me colaba en sus dominios. Pero por encima de todo, me gustaba lo que sentía. De alguna manera, aquel lugar dejó de ser un simple acceso en la telaraña para ser algo más. Tanto me hechizó, que mi hermosa Soledad ya no era suficiente... no estaba completa si no estaba su princesa. Mi princesa. Por supuesto, yo seguía con mi carácter cerrado y huraño, receloso de que alguien le cogiera demasiado gusto a mi pequeño territorio. Pero sin saber exactamente cuándo empezó, tomé cierta costumbre de recorrer cada poco tiempo cada sendero, observar cada árbol, cada planta, cada pequeño brote de mi hogar. ¿Buscando qué? Buscando alguna muestra de que ella hubiera estado allí. Mientras dormía, o mientras estaba distraído, pero por favor, que ella hubiera estado allí. Hasta tal extremo llegó mi fascinación con ella, y con todo cuanto la rodeaba, que buscarla por mis tierras era lo primero que hacía cada mañana al despertar. Y si no la encontraba, por seguro que haría una nueva búsqueda más adelante aquel mismo día. El tiempo que no gastaba buscando a la princesa de la soledad, lo dedicaba a visitar esa otra parte del mundo donde me sentía igual o mejor que en mi propio hogar.

El tiempo pasaba, y aquellas nuevas costumbres fueron poco a poco convirtiéndose en rutina. Y a pesar de ello, cada vez que la visitaba a través de la telaraña, mayor era mi fascinación. Conocí su rostro, mucho antes de que ella conociese el mío, debo añadir. ¿Describirla? No, no osaré hacer tal cosa. Baste decir que este humilde escritor, acostumbrado a describir lo indescriptible, ni en mil lenguas habría encontrado palabra que la describiese. Baste decir que este viejo loco, acostumbrado a imaginar lo inimaginable, ni en mil vidas habría imaginado belleza igual. Y sin embargo, tanta belleza no era sino el complemento ideal para todo lo que ella significaba, todo lo que ella representaba. La sensación de libertad que me inundó cuando la tierra se quebró a mi alrededor para elevarse en el cielo, había dado paso a una angustiosa sensación de vacío. Vacío cuando ella no estaba. Casi sin darnos cuenta, su mundo y el mío mimetizaban a través de nosotros hasta hacerse uno solo. Como si de un antiguo reino se tratase, de cuantos tenían provincias a gran distancia unas de otras. Dejó de existir su mundo, como dejó de existir el mío, pues ninguno de los dos estaba completo sin la otra mitad. Eso lo noté, me di cuenta de que ella parecía sentirse en lo que fueran mis dominios tan a gusto como yo en los suyos. De lo que no supe darme cuenta a tiempo, fue de todo lo demás. Mis sentimientos hacia aquella joven princesa iban creciendo cuanto más la conocía, pero nada podía hacerme pensar que nada de todo aquello pudiese ni remotamente ser mutuo.

En contra de mi voluntad, fui creando entre nosotros un pequeño muro en la distancia. Un muro tan sutil y tan resistente como el propio miedo que lo formó. El miedo al rechazo, quizás. El miedo a estar demasiado loco para ella, demasiado loco por desear romper las limitaciones de la telaraña. Por querer romper las distancias, por querer borrar las horas que día tras día nos separaban. Demasiado loco, quizás, por querer destruir todo cuanto de ella me apartase. Ese muro, joven, es el mismo sobre el que ahora mismo nos sentamos. Ese muro, fue el nacimiento de lo que acabó por convertirse en la capital de la Soledad. Fue un accidente, jamás habría deseado tal cosa...

... pero así nació entre nosotros, Silencio."

1 comentario:

Deleyda Gilraen dijo...

Debo confesar que siempre me dejas impactada con cada palabra que plantas en este sitio, que cada vez que entro a leerte, siempre me voy llena de expectativas, y sigo sintiendo la misma calidez que siento desde el primer día que me introduje en tu mundo lleno de soledad, un mundo en el que se me hizo simple colarme sin preguntar y por alguna razón me sigo introduciendo cada vez mas.

Tanta profundidad y un sentimiento que llena todo el lugar, debo confesar que si sentí ese alejamiento y fue cuando, decidí no insistir la verdad, pero al volvernos a encontrar, habían cosas y sentimientos tan fuertes, que han seguido creciendo cada vez mas...

Te quiero mucho, quizás de otra forma, existe algo demasiado especial.

Besos grandes a la distancia.