domingo, 28 de abril de 2013

En Soledad (Prólogo)
(Confesión)

Hoy publico esto a sabiendas de que quizás solo una o dos personas lo leeréis jamás. Tal vez, incluso eso sea apuntar demasiado alto. No me importa. Hace tiempo, quizás demasiado tiempo, te dije que estaba escribiendo algo especial, algo para ti. Aquello fue una locura, pues desde un principio sabía que nunca una palabra creada por el hombre serviría para reflejar a alguien moldeada por dioses. Desconozco cuántas veces he retocado el texto, o cuántas lo he arrancado y he vuelto a empezar... no sé si eso lo convierte en mi texto más cuidado, o más bien todo lo contrario. Sólo puedo decir que aquí está, sólo el principio. Sólo el principio porque sería inmenso escribirlo todo aquí, pero por encima de todo porque me niego a creer que esto tenga un final. Aún no. Esto es para ti.

'En una ciudad tan bulliciosa y ajetreada como aquella, donde siempre había negocios que atender y objetivos que alcanzar, la diferencia entre el día y la noche consistía en poco más que la iluminación de las calles. La ciudad en sí misma era una radiografía perfecta de las paradojas y las contradicciones de la naturaleza humana, empezando por su propio nombre. Que el Reino de Soledad tenga por capital a la ciudad más grande y poblada del mismo, parecía cuestión de broma; que la ciudad en sí misma, lugar de ruido y actividad constantes, se llamase Silencio, pura estupidez. Al menos, para quienes no sepan nada sobre ella. Una voz de las altas esferas de la sociedad dijo una vez: "Esta es la ciudad por excelencia donde cada individuo tiene sus propios prejuicios y conclusiones acerca de cada uno de sus conciudadanos; sin embargo, nadie aquí conoce a nadie... parece justo, entonces, que sea la capital de Soledad." Y es que se dice que no existe sensación peor que la de estar solo, salvo, por supuesto, la de sentirse solo cuando no es así. Tampoco es de extrañar, que en una ciudad basada en los prejuicios y conclusiones individuales de sus ciudadanos, todo el mundo hable y hable sin parar, y al margen de los negocios, casi siempre para atacar u ofender a quien no esté presente en ese instante. Sin embargo, y como suele suceder en estos casos, quienes por sabiduría o poder sí tendrían algo que decir, guardan silencio.

Pero volvamos al principio. Como decía, en aquella ciudad apenas había diferencia entre el día y la noche. Las calles se iluminaban abundantemente, la temperatura bajaba quizás unos cuantos grados, pero al margen de eso todo seguía igual. La población organizaba sus vidas casi por turnos, se podría decir. Así, por ejemplo, un mismo negocio estaba regentado por una persona o familia durante el día, y otra durante la noche. La vida en la ciudad nunca frenaba, jamás reducía su intensidad. Naturalmente, este modelo social tenía indudables ventajas. En primer lugar, la actividad era tan alta y tan constante que, quienes deseasen delinquir, lo tenían realmente difícil a cualquier hora del día o de la noche. Desde los grandes bulevares a las callejuelas más estrechas, ya amaneciese o fuese noche cerrada, siempre había ojos observadores. Por otra parte, prácticamente todo el mundo en Silencio tenía un puesto de trabajo, tal era la importancia del mercado en la ciudad. Todos ganaban, y todos gastaban, y gracias a ello el dinero fluía libre y abundantemente por la ciudad... pero no para todos. En una ciudad donde nadie conoce a nadie y la máxima social es la productividad, cada individuo solo vale tanto dinero como pueda generar, ni más ni menos. Y esto, desgraciadamente, dejaba en muy mal lugar a los inválidos y a los enfermos, considerados en muchos casos una carga y un desprestigio para el resto de habitantes. No importaba quién fueses, de quién te rodeases o cómo empleases tu tiempo libre, solo importaba que fueses productivo. Y si no lo eras... Silencio ya no era tan buen lugar para vivir.

Este era el caso de alguien cuyo nombre jamás fue revelado, o al menos nadie lo recuerda. La guardia urbana de la ciudad se lo preguntaba de tanto en tanto, sin más intención que la de mofarse de él. Pero la única respuesta que recibían era un impreciso "sé muy bien quien fui, pero desconozco quien soy". Aseguraba que antaño había sido alguien muy influyente, refiriéndose a tales tiempos como algo muy lejano ya. Sin embargo, aparentaba ser un joven de no más de veintitantos años, desgastado por la dureza de la vida en la calle pero no demasiado envejecido. Si realmente era tan anciano como él decía, o si efectivamente había sido alguien importante en la ciudad donde nadie importaba, eran cuestiones que nadie sabía o quería responder. Para la sociedad, no era más que un ciego loco, un chiflado al que habría que encerrar, de no ser porque eso supondría un mayor gasto para los ávaros ciudadanos. Sin embargo, él siempre se enfadaba cuando le llamaban ciego, y decía que él no era tal cosa. No podía ver, las bromas y chiquilladas que tenía que aguantar casi a diario por parte de niños malcriados daban fe de ello. Pero, según curanderos de diversa categoría (médicos, sacerdotes, chamanes y demás charlatanes ávidos del dinero ajeno), sus ojos estaban perfectamente sanos. A veces decía que no era ciego, pero anhelaba tanto el recuerdo de una visión lejana que había perdido la capacidad de ver lo que tenía alrededor.

A pesar de su invalidez, este joven, o anciano, o lo que quiera que fuese, se desenvolvía por la ciudad como ninguno de sus conciudadanos que conservaban la vista. Ya fuese al reconocer alguna voz familiar, o por los aromas característicos del lugar, o por cualquier otra cuestión, siempre sabía exactamente dónde estaba. Era difícil verle quieto en algún momento, salvo que hubiese conseguido algún plato caliente que llevarse a la boca. Nunca dormía dos veces en el mismo lugar, ni a la misma hora, pues así podía esquivar hábilmente a la guardia urbana y a los posibles maleantes. A pesar de vivir en la calle y de la poca -ninguna- disposición de la gente a ayudar, rara vez pasaba hambre. Robaba, sí, y todo el mundo sabía que lo hacía, pero jamás habían sido capaces de demostrarlo. Era una pequeña habilidad de la que se servía más a menudo de lo que él mismo quisiera, pero siempre tenía preparada una mordaz respuesta que lo explicaba: "Para estas gentes sólo existes si tienes algo que ellos puedan querer, ya sea tu dinero, tu tiempo o cualquier otra cosa. Yo, por suerte o por desgracia, no poseo nada que ellos puedan querer, y por tanto para ellos no existo. Es como si fuera invisible. Yo no me quejo por ello, simplemente me parece justo que, si yo soy invisible, cualquier cosa que toque se vuelva invisible también... ¿no?"

Sea como fuere, el caso es que este ciego rara vez iba acompañado, tal vez porque apenas tenía a alguien a quien pudiese llamar amigo, o tal vez porque nunca estaba quieto y, aún sin el estrés de un negocio ni una familia que mantener, pocos eran capaces de mantener su ritmo de vida. Esto hacía que sólo abriese la boca para comer o para dar rienda suelta a su mordaz y afilada lengua. Si realmente había sido quien decía haber sido, tenía mucho que contar, y como ya adelanté al principio, en esta ciudad eso significaba que nunca contaba nada. Demasiadas confesiones sin tener nadie a quien confesárselas... hasta ahora. ¿Yo? Yo sólo soy un escriba, un don nadie contratado para dar fe de su palabra. Esta, es su historia...'

1 comentario:

Deleyda Gilraen dijo...

Tus relatos siempre me tocan mucho, me encanta la forma en que tus palabras fluyen lentamente y se conectan creando algo mas que solo arte.
Al final de todo, siempre me siento identificada con todo lo que escribes e impregnas dentro de estas paginas que en algún momento estuvieron en blanco.

Gracias por todo el cariño y la dedicación, te quiero mucho, te envió un beso y un abrazo a la distancia.

Te quiero mucho!